Cuando baja la marea (2)
(Lee la entrega anterior) |
Don Faustino salía de la Comisaría, donde acababa de poner la denuncia. Antes había llamado al Instituto contando a Belmonte lo sucedido con objeto de que tuviera una justificación sobre su ausencia a clase. Ante la pregunta del policía sobre quién creía que podía ser el ejecutor, don Faustino dijo desconocerlo. No se atrevió a citar a Remigio, tal y como le había aconsejado Manolo.
—¿Qué habrá venido a hacer el profesor a este recinto tan sagrado?
» Si el mundo está lleno de hijoputas, siempre será una buena noticia que uno de ellos lo abandone.
La voz de Cañeque sonó rotunda a espaldas de don Faustino. Este se giró y dio las gracias al destino por brindarle aquel encuentro. No estaba nada seguro que Remigio hubiese sido el autor de la quema de su coche y sólo el inspector podría sacarle de dudas.
—Me voy a quedar en casa hasta que acabe esta semanita, Cañeque. Es que no paran de pasarme cosas…
—Quería verle. De hecho iba a salir para el Instituto pero alguien me ha dicho que estaba por aquí. Venga conmigo…
Cañeque llevó de nuevo a don Faustino al interior de la Comisaría. Lo subió a la segunda planta y tras atravesar un pasillo más oscuro que la boca de un lobo –“ya ve, no hay ni una puñetera ventana ni una maldita luz, así cuidan a quienes trabajamos por hacer más segura la vida de los ciudadanos”– abrió una pequeña puerta. Pasaron dentro –“cierre los ojos, profesor, o la repentina luz de la habitación le deslumbrará tras atravesar las tinieblas del pasillo”–. En efecto, un gran ventanal iluminaba tan profusamente aquel cuchitril que don Faustino tuvo que taparse los ojos.
—¿Lo ve? Entre la sombra más lóbrega y la luz más resplandeciente sólo hay un breve instante. El mismo que separa el bien del mal o viceversa… Pero dejémonos de metáforas, amigo Faustino. Tengo que darle dos noticias. Una es buena y la otra mala. ¿Cuál desea conocer antes?
—No sé, no creo que esta semana haya una noticia buena…
—Pues la hay: Remigio ha muerto.
—¡Dios!
—Deje en paz a la divina providencia. Ya sabe que tiene la costumbre de no meterse en nuestros barullos terrenales…
—¿Qué le ha ocurrido?
—Se ha ahorcado. Su cadáver apareció esta mañana, sobre las ocho y cinco.
—¿Y esa era la noticia buena? ¡Joder, cómo será la mala!
—Naturalmente que es una buena noticia. Ya hay un lagarto menos al sol. Hay gente cuya muerte alivia a los demás… El Remigio era un peligro público, incluso para su familia más allegada, y ahora ya no es nada.
—¿Por qué cree que se ha suicidado? –preguntó don Faustino, que todavía no acababa de creerse la noticia.
—Estos tipos que han mamado la violencia desde pequeñitos a veces acaban ejerciéndola sobre sí mismos. Así debería ser siempre, que beban de su propia medicina y si es posible, que desaparezcan con ella.
—Es usted muy duro…
—Ya. Se lo dice alguien que ha visto mujeres ensangrentadas porque el cabrón de su marido o novio las creía de su propiedad, como si fuesen un objeto. Alguien que ha visto morir a policías amigos por tratar de impedir un atraco, un secuestro de gente inocente o por querer evitar que un alijo de droga llegara a su destino e hiciera picadillo a cientos de personas. Si el mundo está lleno de hijoputas, siempre será una buena noticia que uno de ellos lo abandone. El drama es que hay cientos de ellos que no secuestran, ni matan, ni maltratan físicamente si no que ocupan importantes cargos de responsabilidad en bancos, multinacionales, gobiernos… y que exponen a miles o millones de personas a la pobreza, la marginalidad o la desesperación con sus decisiones socialmente aceptadas y magníficamente retribuidas. Pero bueno, no sé a qué viene esto…
—Estoy de acuerdo con usted, si le sirve de consuelo pero…
—El tipo no ha podido aguantar los últimos acontecimientos.
—No le entiendo, inspector.
» La valentía se demuestra en los momentos de adversidad y cuando hay que luchar contra la muerte.
—Necesita urgentemente unos días de descanso, profesor. Desaparezca de Mospintoles cuando llegue el fin de semana. Es un consejo de amigo… Verá. Remigio fue la primera parte de su vida un delincuente en toda regla pero le salvó el que tenía buenos padrinos. Desde su padre, inspector como yo, a su abuelo, un alto mandatario del régimen franquista reconvertido a demócrata de toda la vida cuando el dictador estiró las pezuñas. Cuando vinieron mal dadas, es decir, cuando los padrinos pasaron también a mejor vida no le quedó más remedio que sentar la cabeza o buscar protección bajo el manto de un hijoputa de los que le comenté antes. Entonces apareció Melitón, sí, ese señor López al que ahora todos besan las pelotas y el culo porque preside un equipo de fútbol y otras empresas exitosas. López le contrató como jefe de seguridad. Fue en aquellos tiempos famosos de Alcorcada…
—Pues si Remigio estaba tan bien situado no entiendo…
—El presidente aspira a ser un dios una vez que su creación más sonada (el Rayo) esté en un momento álgido. Hay gente de su entorno a la que ya no necesita. Es más, le resulta incómoda. Remigio, por ejemplo. Sabe demasiado porque lleva demasiados años a su servicio y que empezara a actuar por libre en algunos asuntos de aparente poca importancia, como la creación de esa peña ultra sin permiso de la entidad ni de su dios, fue la gota que colmó el vaso. Profesionalmente Remigio estaba acabado. En el plano psicológico andaba fatal. Sentía pesadillas desde que hace varios años murió su esposa, a la que maltrató y puteó todo lo inimaginable. A menudo intentó rehacer su vida con otras mujeres pero todas huían despavoridas en cuanto le calaban, y no tardaban en hacerlo. Tenemos un amplio dossier sobre sus andanzas en los últimos tiempos.
—Iban detrás de él esperando que diera algún paso en falso –insinuó el profesor.
—Tras lo de su mujer empezó a coquetear con la droga. Traficando, aunque nunca le pudimos coger, y consumiendo. Empezaba a estar mentalmente enfermo, así que cualquier minucia como el accidente escolar en que se vio envuelto su hijo Julio le hizo cometer la agresión del Instituto. Esa es otra… su hijo Julio.
—¿Todavía más cosas? Es usted un libro abierto, Cañeque…
—Empezó a sospechar de él. Sí, era un futbolista de gran porvenir, en eso no se equivocaba, pero había algo de su vida privada, de su comportamiento, que le traía mosca. Hasta que un día logró entrar en el ordenador del hijo. Entonces el mundo se le vino abajo. ¿Se imagina porqué? ¡Usted le dio clase al chaval durante dos añitos!
—Recuerdo que Julio era una excelente persona aunque los estudios no le gustaban, pero en segundo de la ESO empezó a cambiar a peor su comportamiento. Se lo pregunté a su madre, con la que mantuve varias entrevistas de tutoría. La mujer no soltaba prenda pero intuí que algo grave estaba pasando en casa porque cada vez que la veía estaba más desmejorada. Sí, Remigio la maltrataba, la estaba matando…
—El chico, el único hijo que tenía, vivió todo aquel viacrucis de su madre y no es de extrañar que le afectase muy negativamente. Qué menos, profesor… La cosa fue a peor tras la muerte de ella. Sólo el refugio del fútbol le sirvió al chaval como medio de superar aquel drama, aunque curiosamente también era el refugio y pretexto que usaba su padre para intentar mantener con él una relación cercana. Menos mal que hay una tía suya que lo acogía cuando la tempestad se desataba en casa de Remigio o cuando éste no aparecía por allí. Hasta que no hace mucho, sospechando ciertos comportamientos, hurgó en su ordenador y…
—No siga, por favor… Ya no aguanto más esta semana de sucesos, de recuerdos, de confidencias… Tengo la cabeza a punto de reventar, inspector.
—Hemos llegado al final, amigo. Remigio comprobó que su hijo tiene tendencias homosexuales. Por la edad no tienen porqué ser definitivas, pero… Aquello fue la puntilla, lo que acabó por hundirle en la locura. Los vecinos cuentan…
—Déjelo, inspector. No quiero saber nada más.
—Está bien. La muerte de Remigio va a ser una buena noticia para su hijo. No hoy ni mañana, pero es lo mejor que le podía pasar. El porvenir que le esperaba al lado de este padre era negro, horrible… Todavía está en el hospital. Hoy le dan el alta. Acudiré con su tía a darle la noticia, aunque también hemos pedido ayuda a un psicólogo del hospital. Me he implicado demasiado en este caso y eso no es bueno…
Al inspector Cañeque se le notaba emocionado. Don Faustino pensó que de un momento a otro podían saltársele las lágrimas.
—A Remigio todo se le había torcido últimamente. El remate de los remates fue un cáncer muy avanzado que le diagnosticaron la semana pasada. Le quedaban dos telediarios. Anoche se le debieron cruzar los cables más de lo que ya los tenía cruzados y decidió acabar con su vida. Ahí demostró lo cobarde que ha sido toda su vida. La valentía se demuestra en los momentos de adversidad y cuando hay que luchar contra la muerte. Encima de la mesa ha dejado varios sobres dirigidos a su hijo y a su hermana. También había por allí distintos papeles: el diagnóstico del cáncer, varios ingresos bancarios de última hora y algo que me ha llamado mucho la atención: una autorización para que vendan su coche, un Audi, y una cuenta corriente para ingresar el dinero. ¿A que no sabe a quién autorizaba dicha venta?
Don Faustino se hizo el ignorante aunque sabía perfectamente la respuesta. Si aquella conversación no acababa pronto le entrarían ganas de vomitar.
—Cañeque, déjelo, por favor… Si la muerte de Remigio es la buena noticia, acabemos cuanto antes y dígame la mala… Tengo que regresar al Instituto.
—La mala es que, si no ha sido Remigio quien ha pegado fuego a su coche, eso significa que hay suelto por ahí alguien que le tiene en el punto de mira, profesor. Ahora ha sido el coche pero quién le dice que en otra ocasión la diana no será usted mismo…
(Continuará…)
- Escrito por Cogollo, publicado a las 12:10 h.
- Protagonistas: (ver la primera entrega)
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