La historia de Jacinto Picaflor (1)
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Don Faustino sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Por fin llegaba a casa tras un día bastante agotador. Estaba francamente cansado, con ganas de cenar una frugal tortilla francesa y sentarse un rato con el ordenador entre las piernas para leer las ultimas noticias de prensa. Desde que saliera a las 8 de la mañana, el día había dado mucho de sí. Demasiada actividad para un hombre casi sesentón al que la salud todavía no le había pasado demasiadas facturas; solo unas molestias en la rodilla izquierda que venían dándole la lata desde hacía un año y que, cuando aparecían, casi le obligaban a arrastrar la pierna durante un buen rato.
El día había sido movidito. A las matinales clases en el instituto se le habían sumado tres horas eternas de reunión pedagógica. Entre medias había acudido a la Comisaría para renovar el carné de identidad. Allí estuvo de pie haciendo cola más tiempo del que su rodilla soportaba. Aquel acto burocrático le había cabreado enormemente pues no comprendía como a estas alturas de la película el servicio al ciudadano todavía seguía siendo tan mediocre y deficiente. Cuando consiguió que le dieran el nuevo carné apenas le quedaba media hora para tomarse un bocado. Las prisas le llevaron a entrar en el primer bar que se encontró. Pidió una cerveza sin alcohol y un bocadillo de jamón. Su estado anímico volvió a tener otro subidón de fastidio y enfado pues aquello tenía mucho pan y, por en medio, alguna loncha de jamón tan fina que se transparentaba. Aquel bocata puñetero se masticaba con dificultad pues parecía chicle. Nunca más se volvería a meter en el primer garito que le saliese al paso por mucha hambre y prisa que tuviese. Eso, la prisa, es lo que salvó al dueño de aquel bar de que don Faustino le pidiese la hoja de reclamaciones.
Tras la agotadora reunión vespertina, de la que estuvo a punto de largarse al grito de “¡Vaya pérdida miserable de tiempo!”, estuvo una hora haciendo natación en la piscina del complejo deportivo Mospintoles —dar brazadas con el agua al cuello le relajaba— para acabar luego en casa de Piquito: quería interesarse por la evolución de su lesión y darle ánimos, si hacían falta.
El joven jugador mospintoleño, tras su rotura del peroné y algún desgarro muscular, llevaba ya varias semanas de rehabilitación. A su poderosa condición física y juventud se unían unos cuidados médicos, terapéuticos y psicológicos completísimos que causaron la sana envidia de don Faustino cuando los oyó en boca de Piquito (1). Pese a lo cual era previsible que no pudiera volver a jugar hasta dentro de tres o cuatro meses.
» Pidió una cerveza sin alcohol y un bocadillo de jamón. Su estado anímico volvió a tener otro subidón de fastidio y enfado pues aquello tenía mucho pan y, por en medio, alguna loncha de jamón tan fina que se transparentaba.
—Si lo que te ha pasado me ocurre a mí, tendría una silla de ruedas como compañera inseparable hasta el fin de mis días.
—No sea exagerao, don Faustino. A su edá se conserva usté bien y está en forma.
—Los años no pasan en balde, Piquito. Llevo arrastrando unas molestias en la rodilla izquierda desde hace un año y los médicos ni se aclaran del todo ni se las toman suficientemente en serio. Ya quisiera yo tener una décima parte de la atención médica y sanitaria que tienes. Claro que yo no valgo nada en el mercado deportivo y mi utilidad social está prácticamente amortizada.
—Ya será menos, don Faustino —contestó Piquito, sin comprender muy bien lo que había dicho el profe en su última frase—. Por si acaso, ¿quié qu’intente si le pue’n ver los médicos que m’están tratando? Creo que son lo mejorcito del barrio…
—No lo dudo, amigo Piquito, pero el coste acabaría con todos mis ahorros de los últimos treinta años.
—Yendo usté de mi parte seguro que le ponen un precio más baratito… A mí la cosa me sale gratis porque quien paga to’ esto es el presi, el señor López. ¡Seguro que si le comento su caso él habla con los doctores y le ponen un precio tirao!
—Me temo que vas a llamar a la puerta menos indicada, Piquito. No te preocupes. Ya saldré de esta aunque para ello deba morder en la yugular a algún médico de la Seguridad Social.
Don Faustino había encontrado con mucho ánimo a Piquito pese a la gravedad de su lesión. Además de su juventud y de sus ganas de comerse el mundo y de triunfar, se notaba también el trabajo físico y psicológico al que todos los días era sometido nuestro héroe local, según le había contado con mucho pormenor.
Arrastrando levemente la pierna pachucha, el viejo profesor evocaba lo acontecido en las últimas horas mientras recorría el corto espacio que había entre la puerta de entrada al piso y su dormitorio. Estaba tan cansado que decidió renunciar a la tortilla francesa pues no le apetecía meterse en la cocina. Cogió varias piezas de fruta y se fue al salón. Se sentó en un sillón que un mal día había comprado creyendo que era cómodo pero que al final resultó de una incomodidad grandiosa y encendió el ordenador portátil.
(Continuará…)
NOTAS:
- Escrito por Cogollo, publicado a las 12:00 h.
- Protagonistas: ·Don Faustino ·Piquito
- Escenarios: casa de don Faustino, el barrio
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