—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Las putas cajitas blancas (2)

(Lee la entrega anterior)

La noticia

Después de organizar papeles y ordenar ideas María había bajado a las oficinas generales a dar un aviso. Podía haberlo hecho mediante llamada interna, pero decidió estirar un poco las piernas tras aquella interminable reunión y utilizó las escaleras en lugar del ascensor. Fue Mari Pili quien le dio la noticia:
—María, querida, ¿ya sabe la noticia de hoy? Hay un niño muerto en el Instituto Orejuela –Mari Pili era así, un poco cabeza hueca, y daba las noticias a tontas y a locas, sin haberlas confirmado previamente.

» Susana supo el papel que le tocaba jugar en aquella historia. Tenía la cámara Reflex en el utilitario y ella era una periodista: y un periodista debe informar.

A la concejal se le aflojaron las piernas, y comenzó a sentir vértigo:
—¿Qué dices, moza? ¿Quién te lo ha dicho?
—Acaba de llamarme mi tía, que vive allí al lado, en un sexto piso. Hay un mareón de gente enorme y ha llegado una ambulancia y toda la policía de Mospintoles. Pero la ambulancia no ha hecho nada, y desde la ventana ha visto que echaban una manta encima de un chiquillo que estaba tumbado en el suelo.

María creyó que se iba a desmayar en ese momento. Mari Pili se dio cuenta de que algo le ocurría a la teniente de alcalde:
—¿Qué le pasa, señora? ¡Ay!, el Sergio. Esta bocaza mía… No se preocupe, señora, su hijo de usted estará bien. ¿No tiene un móvil el chiquillo? ¡Llámele!

María estaba aturdida con la parrafada de Mari Pili y la noticia y la incertidumbre… Pero se aferró a la idea de la muchacha. Inmediatamente buscó el celular y llamó a Sergio. Dos, tres… seis, siete, ocho… A los trece timbrazos la llamada se colgó automáticamente… La chavala, torpe en otras lides, fue hábil socorriendo a la edil, y acercando una silla sentó a María en ella, que rompió a llorar. Mari Pili, motu proprio, cerró con llave la puerta de acceso a aquellas oficinas para que allí no entrara nadie.
—Tranquilícese, señora. Seguro que el niño está bien y no coge el teléfono porque con el ruido del gentío que a buen seguro hay, no lo oirá sonar…

Mari Pili no sabía qué más decir… y sin saber por qué, quizá intimidada por la magnitud de la tragedia que ella daba por hecho, también rompió a llorar. Los sollozos de ambas damas llegaron a uno de los despachos de esa parte del edificio y se abrió la primera de aquellas puertas. Eran el Interventor y el Tesorero que se hallaban reunidos en la oficina del primero. Cuando vieron el cuadro que tenían delante preguntaron por lo que ocurría. Entre gemidos e hipidos Mari Pili les relató lo que había pasado. Fue el Interventor quien primero reaccionó. Llamó abajo, a las oficinas de la Policía local para recabar información y de pasó pidió que de la cafetería cercana al ayuntamiento trajeran una tila… no, mejor dos.

* * * * * * * * * * *

A López la noticia le pilló abandonando su oficina. Le llamó el director técnico del Rayo, que estaba en el lugar del accidente, y le confirmó que un niño había muerto en los patios del instituto. Por lo visto una portería sin anclar al suelo le había caído encima y lo había matado. El director técnico le dijo que el niño era un jugador de la cantera del Rayo, pero no especificó más.

El presidente no pudo reprimir un puñetazo a la puerta del ascensor y decidió acudir a aquel lugar para colaborar en lo que fuera menester, aunque no sabía en qué podía ayudar. Llamó a Basáñez, que se encontraba en las nuevas oficinas del holding, en el estadio, y le informó del luctuoso suceso. Se citaron en las inmediaciones del instituto, y acordaron que el primero que llegara llamara al otro. Basáñez tampoco sabía qué ayuda podían prestar en un caso como aquél.

* * * * * * * * * * *

Matute no había podido contactar con Sergio y había partido veloz hacia el instituto con la grúa del taller y herramientas por lo que pudiera hacer falta, ordenando al Juanmi que le acompañara. Como no llevaban sirenas Matute tuvo que respetar las prioridades que marcaba la señalización del tráfico. Cuando llegó al instituto le asustó el gentío que allí se había congregado. Reinaba ahora un silencio sepulcral y aún no sabía qué había pasado. En ese momento sonó su teléfono. Era María que, llorosa, le informó de lo que Sebas ya se temía.
—Estate tranquila, María. Sergio es un tío hábil que sabe salir de todas… –trató de consolar Matute, pero no pudo acabar la frase porque no sabía qué decir. Él tampoco las tenía todas consigo. Sus piernas también flaquearon. No le dijo a su mujer que lo había intentado y que tampoco había podido hablar con Sergio–. En cuanto esté con él te lo pongo al teléfono, María. María, cálmate, por favor.

Matute hubo de reconocer que estaba algo descompuesto. Recordó su aventura cuando derribó a aquellos tres ultras y otros dos vinieron a buscarle esgrimiendo una pistola, y hubo de reconocer que ahora sí sentía pánico. Informó al Juanmi de lo que María le había dicho.
—Tranquilo, jefe. Yo buscaré al Sergio.

* * * * * * * * * * *

En Radio Mospintoles aún no sabían nada. Susana llamó a la redacción de La Nueva Tribuna, el semanario que ella dirigía, y allí tampoco nadie sabía nada: “joder, para qué cojones está la prensa si nunca se entera de nada”, pensó enrabietada Susana. Subió al utilitario familiar y se lanzó hacia el instituto. Su corazonada era cada vez más fuerte. Cuando llegó a la rotonda vio pasar la grúa de Talleres Matute a toda leche con el propio Matute al volante, y decidió seguirle. Aquel hombre… tenía un carisma que le hacía atractivo a los ojos de Susana. Estaba hecho de un temple especial, como demostró el día que la asaltaron y acudió en su defensa derribando a tres ultras en un pispás.

Cuando Susana llegó al instituto primero vio la multitud y luego a Matute, junto a la grúa, hablando por teléfono, y observó cómo se le iba descomponiendo la cara. Se acercó a él para recabar información:
—Sebas, ¿qué ha pasado?
—Ha muerto un niño. Se le ha volcado una portería que estaba sin anclar. Y no sé dónde está mi hijo en estos momentos –se sinceró Sebas.

Susana no supo qué decir. Fue consciente de que la tragedia era enorme, fuera o no fuera Sergio la víctima mortal de aquel accidente evitable. Agarró la mano de Sebas con firmeza:
—Búscalo…

Sebas se alejó y Susana supo el papel que le tocaba jugar en aquella historia. Tenía la cámara Reflex en el utilitario y ella era una periodista: y un periodista debe informar. Recogió la cámara del coche y se escabulló por entre la muchedumbre, en dirección a un altozano desde el que se dominaban los patios del instituto. Después de obtener unas instantáneas panorámicas, pensó, ya tendría tiempo de entrar por aquella abertura por la que de niña tantas veces se había colado.

* * * * * * * * * * *

Cuando don Faustino pudo llegar al lugar del accidente y vio el cuerpo del niño allí tirado con la portería a un lado supo lo que había pasado sin necesidad de que nadie se lo contara. Mil imágenes pasaron por su mente. La última, su escrito advirtiendo a la dirección del centro de que debían dotarse de sistemas antivuelco a los equipamientos deportivos móviles de los patios, pero aquello había sido antes de las vacaciones de navidad.

No podía quitar la vista del cuerpo que allí yacía cuando los camilleros lo cubrieron con una sábana. Habría que esperar la llegada del juez para levantar el cadáver, y toda aquella gente allí… Pensó en dirigirse a la Policía local, pero en ese momento él no era más que un ciudadano de vacaciones y no le correspondía dar órdenes. En ese instante entendió que sí debía ser concejal, y no sin tristeza se alegró de haber aceptado –aunque lo hizo a regañadientes– la propuesta de María Reina de acompañarle en las listas para los comicios municipales que se iban a celebrar en poco más de un mes. Esta muerte se hubiera evitado de haber sido él concejal…

Estaba sumido en estos pensamientos cuando alguien se le acercó y lo abrazó con tal efusión que casi lo tira al suelo:
—¡Don Faustino!, joder… está muerto –Piquito lloraba desconsoladamente–. El Miguelito está muerto, joder, qué puta mierda. El Miguelito está muerto…

Don Faustino se agarró a Piquito y por un momento él también pensó en llorar, pero algo dentro se lo impedía. Piquito seguía aferrado a él, llorando descorazonadamente, echando fuera todo el amargor que le había provocado el accidente que acababa de presenciar.
—Estaban los niños ahí jugando al fútbol… El Miguelito metió un gol… Levantó los brazos para celebrarlo… Uno de los mayores se colgó del larguero y la portería se vino pa’lante y le pegó en la cabeza… Sonó muy feo, don Faustino… joder, qué mierda… no pudimos hacer nada –Piquito comenzó a ahogarse, presa de convulsiones–. No pudimos hacer nada… no hubo tiempo… todo fue muy rápido… puta mierda… le dio en toda la cabeza y sonó muy seco…

A Piquito le dio un ataque de ansiedad… No podía respirar y tuvo que ser atendido por el personal sanitario que había llegado con la ambulancia.

(Continuará…)