Don Rosendo (3)
(Lee la entrega anterior) |
A las doce la mañana la cafetería La Cama presentaba un vacío hasta la bandera. Tras la marabunta de los cafés y desayunos llegaba siempre una hora de total tranquilidad antes de que, sobre la una y media, volviese a llenarse el prestigioso local a cuenta de las cervezas y tapas antes de la sobremesa. Eso sí, todo muy chic y selecto, como corresponde al aire del local.
Aprovechando la soledad de esos instantes charlaban en el reservado Octavio Hermosilla, dueño de la afamada cafetería, y don Rosendo, el cura de la Iglesia del Buen Pastor.
» Esa posibilidad de que María y Matute puedan separarse es lo que me da ánimos, lo que me permite soñar con que mi amor por ella puede tener posibilidades.
—Tómese otra copita, don Rosendo. Sigue pagando la casa…
—No, por favor, que me voy a poner piripi y eso no está bien.
—Pero si nos hemos visto en estas más de una vez…
—Lo sé, lo sé, pero uno va ya para viejo y cualquier abuso sienta fatal. Preferiría tomarme una manzanilla si no le importa.
—¡Pero qué me va a molestar, hombre de Dios! Usted fue el primer mospintoleño con el que hablé tras mi regreso de Sudamérica hará cosa de seis años y, desde entonces, hemos sido amigos ¿verdad? En lo bueno y en lo malo…
—Efectivamente… Todavía recuerdo lo que sufrió con la enfermedad de su mujer, a la que Dios tenga en la gloria.
—En aquellos dolorosos momentos es cuando comprobé su calidad humana, don Rosendo. De ahí la confianza que le tengo. Por eso, con la delicadeza que exige el tema, me gustaría comentarle algo que me viene afligiendo desde hace meses.
—Cuéntemelo con entera libertad. Como si estuviéramos en el confesionario.
—Aunque usted sea un cura y, por tanto, no conozca lo que significa amar a una mujer en cuerpo y alma, me gustaría abrirle mi corazón en este asunto.
—¿Usted cree que yo soy la persona más indicada para eso?
—Sí. Es usted un amigo fiel. Y un hombre sensato y justo. Verá… es que amo a una mujer.
—¡Enhorabuena! Siempre se lo he dicho: encuentre a alguna dama con la que hacer buenas migas y cásese. Un hombre solo, salvo que sea cura, no tiene sentido. No es esa la voluntad de Dios. Además, usted ya ha pasado los cuarenta. No puede perder el tiempo en relaciones esporádicas o simplemente placenteras.
—Hay un serio problema. Esa mujer está casada.
—Pues entonces… olvídela.
—No puedo hacerlo. Ese es mi problema… y mi sueño, el que no me deja dormir. No puedo olvidarla.
—Piérdala de vista, no se le acerque.
—Es imposible y, además, no podría hacerlo por culpa de mi trabajo.
—Está casada, don Octavio. ¡Eso es sagrado!
—Lo sé, pero… ¿y si dejara de estarlo?
—¡No pensará matar al marido!
—Coño, don Rosendo, se le ocurren unas cosas… aunque no es una mala una idea.
—Lo decía de broma, hombre. Otra cosa es que ella se separe de su actual marido, vamos, que se divorcien. Pero… ya sabe que desde ese momento, a ojos de Dios, los consortes están en pecado mortal.
—A ojos de Dios pero no de los hombres. Miles de matrimonios se rompen diariamente en el mundo cristiano y católico y miles de esas parejas vuelven a casarse poco más tarde porque, usted mismo lo decía antes, esa es la voluntad divina, la de que hombres y mujeres se unan…
—Va, va… no intente liarme ni convencerme. A ojos de Dios el matrimonio es indisoluble así que si se convierte en soluble y ambos miembros quedan cada uno por su lado será muy humano que busquen pareja pero poco edificante y cristiano el que se vuelvan a casar.
—No es el momento de discutir si esa lógica es acertada o no, don Rosendo. Le estoy pidiendo una ayuda como amigo, no como sacerdote.
—¿Y qué puedo hacer yo ante la evidencia de su amor por una mujer casada? ¡Por no saber, no sé ni quien es ella!
—Es María Reina.
—¡Joooodeeeer! –don Rosendo se dio cuenta al instante de que su expresión no era muy afortunada–. Perdona, hijo, digo, amigo, digo… ¡ya no sé ni lo que digo! Tantas mujeres como hay en el mundo y va y pierde los sesos por la señora alcaldesa. ¡Mira que hacemos pequeño el planeta!
—Es el destino, qué quiere que le diga.
—Pues el destino dice que está casada y bien casada. ¿Y ella… le corresponde?
—No le caigo mal pero… no se lo imagina.
—Perdone que le diga que parece un crío… Pero, aún así, ¿cómo podría ayudarle?
—Verá. Sé que el matrimonio de María hace aguas de un tiempo a esta parte. Incluso sé cómo se produjo pues alguien muy allegado me lo contó no hace mucho. Esa posibilidad de que María y Matute puedan separarse es lo que me da ánimos, lo que me permite soñar con que mi amor por ella puede tener posibilidades. Soy un hombre bien relacionado, tengo una pequeña fortuna fruto de mis andanzas sudamericanas, mi hijo ya se ha independizado, llevo suficientes experiencias vividas como para serle un tipo interesante y, además, me consta que no le soy indiferente, aún dentro de su situación actual de mujer casada.
—Está bien, supongamos que ese matrimonio está pendiente de un hilo.
—No es sólo una suposición. Acuérdese el otro día con la manifestación sobre la churrería Manuela. ¡La presidía Matute, cuando era una protesta dirigida contra su mujer!
—Sí, es verdad. Todo parece indicar que cuando el río suena es porque agua lleva…, pero sigo sin saber cómo le puedo ayudar.
—Matute es una buena persona pero no la más idónea para María. Eso lo sabe todo el mundo y también lo saben ellos mismos. Además, Matute es el lado débil de la pareja: tiene celos del éxito de su mujer.
—¿Y cómo sabe eso? A mí nunca me ha contado nada…
—Hasta hace poco apenas nos hablábamos, pero desde que se creó la peña el Mesías, a la que por cierto usted también pertenece, hemos mantenido numerosas conversaciones personales que han derretido el hielo inicial. No es feliz, se lo digo yo, por eso anda buscando algunas compensaciones afectivas… por otros lados. Y me parece bien, que conste. Me parece bien porque si sigue así y sus… correrías llegan a oídos de María, lo mismo se rompe definitivamente el sagrado lazo de su unión –el irónico final del argumento iba envenenado en busca de don Rosendo.
—Te repito: ¿qué quieres que haga yo por ti? –el tuteo salió de manera espontánea de boca de don Rosendo.
—Le tengo por mi amigo. Un amigo que, además, tiene una buena relación con Matute pese a que no le vendiera ese maldito coche que acabó llevándose don Faustino.
—¿Y cómo sabe eso?
—En Mospintoles y en esta cafetería… se sabe todo. Además… hay alguien que a usted le aprecia mucho, pero que mucho…
—¿? –don Rosendo puso cara de interrogante.
—El padre de María: don Anselmo… Si se pudiera demostrar que está siendo engañada por Matute, su matrimonio se rompería definitivamente. Eso es, precisamente, lo que a mí me interesa.
—No puedo prometer nada, don Octavio. Dios proveerá…
[Continuará…]
- Escrito por Cogollo, publicado a las 11:30 h.
- Protagonistas: (ver la primera entrega)
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