Morir de éxito (4)
(Lee la entrega anterior) |
El día de la media maratón amaneció frío y lluvioso. Polonio, nada más levantarse, asomó la nariz por la ventana y vio que el tiempo jugaba a su favor. Siempre había preferido el frío al calor, desde pequeñito. Comió abundantemente y se tomó un buen suplemento de vitaminas. Sacó del cajón de la mesilla de noche una foto de Helen y la estuvo besando durante un buen rato. Sí, estaba loco por ella. Loco de remate. La mayor prueba de ello es que dentro de varias horas iba a participar en una carrera que siempre había criticado, por aburrida y absurda: correr veinte kilómetros sin parar para llegar a la meta hecho polvo y gritar ante amigos y desconocidos «ya está».
» Por fin se dio la salida y entre codazos y puntapiés, inevitables por la aglomeración de participantes, Polonio logró auparse a los primeros puestos de aquella larga procesión de gente dispuesta a pasar las de Caín con tal de acabar la maldita media maratón.
Serían, a ojo de buen cubero, unos mil los participantes de la media maratón. En realidad eran casi mil doscientos pero es que entre ellos había muchos atletas pequeñitos y flacuchos (típicos de las pruebas de medio y gran fondo) con lo cual parecía que estaba reunida menos gente de la real. Polonio saludó a los conocidos y empezó a mirar a diestro y siniestro buscando a Helen.
—Hace una semana que no la veo —masculló entre dudas—. ¿Y si se ha ido a su país sin decirme nada y todo este esfuerzo lo he hecho en balde? ¿No habré estado haciendo el gilipollas?
Ya era tarde para hacer autocrítica. Los corredores estaban calentando y Polonio no debía tardar en hacerlo si quería hacer una buena carrera.
—Y encima le dije que ganaría la prueba. ¡Pero qué pedazo de imbécil he sido!
Empezó a calentar aunque no quitaba el ojo a la zona donde había quedado con Helen en que ésta se situaría.
—Concéntrate, Polo, concéntrate. Ya que estás aquí haz lo que tienes que hacer… Gana la carrera, demuéstrate que tú vales mucho y si ella no viene… si ella no viene…
Tenía ganas de llorar pero, desde luego, no era el momento más oportuno. ¿Qué coño tendría Helen para haber perdido la chaveta por ella? ¿Es que era tan diferente a otras muchas chicas a las que había tratado o con las que se había acostado? Miró una vez más al lugar indicado y, de pronto, las ganas de llorar se evaporaron para devenir en una sonrisa de oreja a oreja. Sí, allí estaba su chica, más guapa y hermosa que nunca, buscándole entre los varios miles de corredores. Entonces trotó un poco y se acercó a ella.
—¡Pensé que no vendrías, cariño!
—Perdí el autobús y he tenido que coger un taxi porque el siguiente tardaba demasiado. ¿Cómo iba a fallarte, Polo?
Por los altavoces comenzaron a citar a los corredores. La carrera empezaría dentro de unos minutos. Polonio el Músculos sólo tuvo tiempo de picotear fugazmente en los labios de su chica mientras que, casi en un susurro, le decía en la oreja:
—Yo tampoco te fallaré, querida.
«Alea iacta es«, que diría un Julio César en pantalón corto y camiseta de tirantes. Polonio estaba preparado y aceptaba el destino que los dioses (sus músculos, pulmones, corazón y otras deidades corporales menores) le iban a deparar. No podía fallar pero el exceso de responsabilidad le pesaba. Tras verla allí las dudas se le habían evaporado. Estaba convencido de que sería el ganador de la prueba y que, por eso mismo, Helen caería por fin rendida ante él. Sería su mayor triunfo. Pero… si no lograba llegar el primero a la meta, como había prometido… ¿qué haría ella? ¿Por qué era tan reacia a hablar de lo que sentía por él? Siempre le salía con que necesitaba tiempo para conocerlo, tiempo para reflexionar… Paparruchas. O se quiere o no se quiere. Bueno, lo mismo era ella la que tenía razón.
Por fin se dio la salida y entre codazos y puntapiés, inevitables por la aglomeración de participantes, Polonio logró auparse a los primeros puestos de aquella larga procesión de gente dispuesta a pasar las de Caín con tal de acabar la maldita media maratón.
A los diez kilómetros Polonio marchaba entre los veinte primeros, en pelotón. Fue en ese momento, cuando pasó por primera vez por el punto de la salida, cuando pudo volver a ver el rostro de su amada Helen. La vio bien, contenta, rodeada de algunos de sus colegas de gimnasio. Entonces notó un pequeño pinchazo, una molestia dolorosa que localizó entre el diafragma, el pecho y abdomen. El maldito flato, pensó. Joder, con lo bien que llevaba la carrera y ahora me sale esta mierda… Apretó los dientes pero el dolor le impedía seguir la marcha del grupo que encabezaba la carrera. Bueno, se dijo, aflojaré un poco y me relajaré, tensaré la musculatura abdominal y flexionaré un pelín el tronco a ver si así se va pasando el flato. Ayúdame, San Cucufato, por lo que más quieras, ayúdame…
Durante varios kilómetros las molestias prosiguieron, y su descuelgue del primer pelotón también, pero poco a poco fue consciente de que iban remitiendo. Sabes —iba hablándole al santo de su devoción— que todo esto lo hago por amor, porque quiero a esa mujer más que a nadie en mi vida… No puedes dejarme tirado por culpa de unos gases o de lo que sea esto del puñetero flato… San Cucufato, te prometo que me tendrás un año entero visitándote todos los días, para hacerte compañía…
[Continuará…]
- Escrito por Cogollo, publicado a las 11:30 h.
- Protagonistas: (ver la primera entrega)
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