—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El Estado aprieta pero no ahoga (3)

(Lee la entrega anterior)

Pues no. Se les había pasado por alto. Con tanta gente entrando y saliendo en el callejón, Rosales había perdido el hilo de la rutina protocolaria. Envió de nuevo al oficial a inspeccionar el ciclomotor. Marcial estuvo de vuelta en un santiamén, con la escopeta.
—¿Y el dinero? –quiso saber el inspector.
—Ni rastro de él –informó el oficial.
—¿Lo habrán cogido los negros?
—No se habrían quedado si lo tuvieran…

Rosales decidió interpelar nuevamente a Francis:
—¡Francis!, ¿dónde está el dinero sustraído?
—Aquí, conmigo. Me estoy bañando con él.

» Rosales entró al interior. Lo que vio le sobrecogió […]

Aquello no tenía mucho sentido, y Rosales comenzó a pensar que al viejo se le había ido la pinza. Quizá estuviera bajo los efectos de algún estupefaciente.
—¡Francis!, vamos a entrar.
—¡Joder, macho! Sois un montón y todavía dudáis. A ver que os cuente… tres, cuatro, cinco…

Esto hizo que cada hombre se encogiera. Francis los estaba viendo. ¿Pero desde dónde?
—Y encima os traéis a TeleMadrid. ¿Es que sois idiotas?

Rosales palideció. ¿Cómo sabía Francis…? Sin duda había línea visual directa y podía ver el logo que lucía en la cámara.
—¡Francis!, no queremos hacerle daño. Sólo entréguese…
—A ver, macho, estoy en pelotas. Entra con la cámara y me detienes. Os estoy viendo por la tele… Bueno, por la del vecino, que yo no tengo. La veo desde el ventanal, por el patio…

Rosales se volvió hacia el cámara:
—¿Estás retransmitiendo en directo, gilipollas?
—Yo sólo envío la señal a la unidad móvil. No tengo ni idea de qué están haciendo allá abajo.

Decididamente el día se había torcido. Rosales dio la orden. Cada miembro del equipo sabía lo que tenía que hacer.

El inspector avanzó, esta vez sin excesiva cautela. Algo en la voz de Francis le decía que no tenía intención de montar una carnicería. Quizá su última parrafada. Sin embargo el cámara decidió quedarse y grabar desde la escalera cómo accedían a la vivienda.

Al llegar a la puerta Rosales volvió a recordar la necesidad de una orden judicial, ahora que sabía que la detención se estaba retransmitiendo en directo (ya pensaría con qué colgar por los huevos al responsable de esta astracanada), y llamó a la puerta con la boca del cañón de su Heckler&Koch:
—Francis… ¿se puede pasar?
—Adelante caballero –brindó Francis socarrón.

Rosales entró al interior. Lo que vio le sobrecogió. Era una vivienda destartalada, apenas amueblada, escasamente iluminada y sucia, donde se respiraba el olor dulzón del orín y la humedad. Tras la puerta, un recodo giraba a la derecha y desde allí comenzaba un largo y ancho pasillo que giraba al fondo. Era una morada grande pero humilde, desordenada y desatendida. Allí ni siquiera había lo imprescindible para vivir. Lo primero que vio, a su derecha, fue la cocina, iluminada por la ventana que daba al patio interior. La puerta de la nevera, descascarillada, estaba desajustada, y había un acúmulo de ropa a medio lavar junto a una pileta. Una pequeña mesa redonda, posiblemente traída desde la terraza de un bar, y una solitaria y fría silla metálica eran todos los muebles que había en aquella pieza. Dio dos pasos más y supo que la siguiente estancia era el baño, y entonces recordó que Francis había dicho que se estaba bañando con el dinero… Pero allí no había nadie.

Un poco más adelante, a la izquierda, se abría un gran salón lleno de periódicos, unas bolsas cuyo contenido no pudo identificar, y un plato con unos ennegrecidos restos de comida diseminados por el suelo, posiblemente para alguna mascota. El plato era pequeño, por lo que dedujo que no debían temer el ataque de un perro de presa; era posible que el viejo Francis padeciera el síndrome de Diógenes. Rosales siguió avanzando lentamente, sin hacer ruido.

(Continuará…)