—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El homenaje (y 3)

(Lee la entrega anterior)

El clarividente
Finalmente quien presidía la reunión, felicitándose a su vez de la gran idea, se percató de que el profesor llevaba tiempo con la mano en alto. Se pidió silencio e invitaron a hablar a don Faustino, quien con una voz excepcionalmente baja logró que se acallase el eco de murmullo que restaba entre el escaso medio centenar de congregados:
—He escuchado pacientemente el desarrollo de esta reunión y el curso que han tomado los acontecimientos en esta Asamblea, y en tan sólo cuestión de unos poco minutos me he quedado atónito; perplejo más bien.

» El profesor se sentó ahora. Sabía que había logrado su propósito: acaparar la atención de su auditorio.

Don Faustino hizo una pausa, y entonces se levantó mirando en derredor.
—Alguien ha pedido que la ciudad y el municipio de Mospintoles se sumaran a la retahíla de homenajes que nuestro famoso vecino lleva recibidos, quizá hasta merecidamente. Sin duda sería de desear que la patria chica que le vio nacer no quede atrás en esta carrera de celebraciones.

Don Faustino miró ahora hacia los compañeros de partido que ostentaban un cargo público, alguno también en la Comunidad de Madrid, y que se sentaban próximos a la cabecera de la reunión.
—Y hemos acabado saltándonos una de las máximas que deben regir en lo tocante a los actos públicos, que es… —don Faustino eligió este momento para enfatizar su discurso dejando en el aire durante unos segundos la conclusión del mismo—: no meter la pata para tener que retractarse más tarde, avergonzándose por haberse dejado llevar de un momento de euforia.

Don Faustino sabía que los vecinos allí congregados, desde el carnicero hasta la florista, no entendían exactamente lo que estaba diciendo o a donde quería llegar a parar. Quizá por eso ni los miró y centró ahora su mensaje en Segis y María.
—No es dado ponerle el nombre de personas vivas a los lugares públicos: ni calles, ni parques, ni edificios levantados con el Erario.

Don Faustino no estaba enfadado. Simplemente estaba contrariado, insatisfecho, decepcionado.
—Sin embargo no hace tanto, coincidiendo con el ascenso del Rayo de Mospintoles, fallecía don Eugenio Romerales, insigne escritor de esta ciudad, y nadie ha pensado aún en distinguir su memoria siquiera con darle el nombre a una fuente en el pueblo que lo alumbró.

El profesor se sentó ahora. Sabía que había logrado su propósito: acaparar la atención de su auditorio.
—¿Dónde estabais entonces, apócrifos adoradores del falso refulgir de una medalla ganada a base de músculo? Pensad bien qué vais a hacer. A nuestro famoso vecino, a pesar de haber enterrado ya su carrera como deportista, aún le quedan muchos años como para poder emborronar en una mala tarde todo su prestigio.

Guardó silencio durante unos instantes, dejando que la idea empapase la mente de los presentes; no pocos habían sido alumnos suyos en las aulas del IES Fernando Oreja y ello hacía que jugara con cierta ventaja a la hora de disertar.
—Otorgadle otros reconocimientos, no digo que no lo hagáis, pero nunca distinguirle mientras esté vivo dando a un lugar público su nombre. Estos homenajes sólo caben realizarse a título póstumo. Además, si es sensato, y a fe que parece serlo, renunciará a vuestra propuesta, habida cuenta de los precedentes… Me gustaría entonces ver en qué lugar quedáis y en el que queda el partido.