—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

La primera final (1)

«Se acaba la liga» – Segunda y última parte
(Quizá quieras leer antes la primera parte…)

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Sábado víspera del partido
La concentración se les había hecho larga y tediosa a la mayoría de los componentes del equipo; sencillamente, no estaban acostumbrados. Muchas horas muertas y muchas horas hablando de lo mismo, viendo a las mismas personas. Se planteó salir la noche del viernes a la ciudad cercana –se hospedaban en el extrarradio– a tomar una copa y divertirse un rato, pero el míster había vetado la ocurrencia. Resentidos, un grupito se escapó tras el toque de queda y, como era de prever, se liaron y no volvieron hasta bien entrada la noche.

» De repente un griterío ensordecedor se dejó sentir en las inmediaciones del ayuntamiento tras la traca final.

Por la mañana su rendimiento bajó notablemente, y sus ojeras los delataron. Hubo un revuelo en la dirección técnica del Rayo y se propuso apartarlos del equipo. Pero era una locura… Si se habían concentrado para ganar el último partido de la liga no tenía sentido auto-incautarse cuatro buenas armas para ese encuentro.

El malestar fue general, y en la charla antes de la comida hubo un cruce de acusaciones. Finalmente acordaron que la sanción sería económica, puesto que eran profesionales. La herida se cerró en falso, y en el entrenamiento de la tarde los nervios afloraron, produciéndose un conato de tángana en el que participaron hasta seis jugadores. La concentración apuntaba a convertirse en un desastre, si es que no lo era ya.

En Mospintoles, ajenos a todo aquello, se vivía una ola ascendente de emociones desbordadas, pasiones desmedidas, patrioterismo chico, nervios, expectación… La gente chillaba en la calle más que hablaba, el griterío de los niños era constante, se asistía a una peligrosa exaltación de los ánimos, una histeria colectiva creciente, y aún se llegaría al paroxismo en la tarde del domingo.

Pero todavía era sábado y nadie tenía noticias de los valerosos milicianos mospintoleños que habían partido a fin de mejorar su rendimiento. Los rivales, atentos a devolver la pelota de la provocación, habían llegado a Mospintoles el mismo sábado por la mañana, y se ejercitaban ahora en los campos de entrenamiento del Rayo, hollando así sus cuarteles, tras conseguir el permiso forzado del Ayuntamiento. Un nutrido grupo de curiosos había acudido a ver el entrenamiento de los foráneos, pero fueron rechazados porque su míster había decidido hacerlo a puerta cerrada.
—¡Esto no se puede consentir! Somos de Mospintoles y no pueden prohibirnos entrar en nuestras instalaciones –gritaba desde la calle un ciudadano indignado.
—Vamos por el complejo deportivo. Quizá podamos alquilar el otro campo para jugar una pachanga. A ver quién nos dice que no podemos dejar de jugar y mirar.

Aquello amenazaba con un motín ciudadano. Parecido al que don Faustino estaba sufriendo a manos de Said.
—¡Abuelo! Yo quiero ir a ver el partido. Vamos a por unas entradas. Venga, vamos ya.
—No Said, esta vez no vamos a ir –don Faustino no quería ni oír hablar de la reventa; eso si es que quedaban aún entradas sin vender.
—Pero yo quiero ir. Todos van a ir. Y nosotros tenemos que ir.
—No quedan entradas ya, Said. Pero te aseguro que esta vez a mí también me gustaría verlo.
—Pero quizá haya alguien que tenga entradas y no pueda ir a verlo…
–Said no se daba por vencido. En su mente infantil ya intuía que las cosas se compran y se venden por un precio.
—Te diré lo que vamos a hacer, que me saldrá más barato… y será menos peligroso… y menos tóxico para ti. Voy a comprar un televisor de plasma y veremos el partido por TeleMadrid, con bocadillos incluidos. Y pondré un subwoofer si es necesario, que no sé qué diablos es, pero me ha dicho Manolo que da resultado para crear ambiente.
—¿Y va a venir el tito Manolo?
—Podemos invitarle, y que traiga él los bocadillos. Pero a lo mejor tiene mejores cosas que hacer…

Domingo de partido
Por la mañana Mospintoles se despertó engalanada con los colores azul y amarillo del Rayo. Había una banda tocando en las inmediaciones del estadio desde bien temprano, y López había pagado a otras dos bandas de pasacalles para que amenizaran la zona de bares y circularan por las más concurridas arterias de la ciudad. Habían vuelto a contratar aquel autobús de dos alturas y se repartían pegatinas y pósteres del equipo. La tienda del club estaba abierta, e hizo una caja importante. A pesar del buen tiempo se agotaron las bufandas, y las gorras y las camisetas. Las más demandadas eran las de Piquito y Chili, y la de Metzger se agotó después.

A las doce en punto hubo una traca con cohetes desde la plaza del ayuntamiento, y el estruendo duró por espacio de veinte minutos. Los vecinos más jóvenes circulaban con las ventanillas de sus coches abiertas y la música a todo volumen con el himno del Rayo. De repente un griterío ensordecedor se dejó sentir en las inmediaciones del ayuntamiento tras la traca final. Estaban colgando una gran pantalla de unos mástiles en los que nadie había reparado. La música, especialmente alta, atronaba desde unos enormes altavoces. Una vez instalada la pantalla gigante comenzó a visionarse un vídeo con la historia del Rayo, que se vendía al precio de veinte euros. Luego se comenzaron a retransmitir las imágenes del partido del año pasado, el partido en el que el Rayo logró el ascenso a segunda con aquel hat-trick de Piquito. La voz del comentarista resonaba en la plaza del ayuntamiento. La multitud que allí se iba congregando sabía que debían aguardar a la segunda parte para asistir a la remontada, y cuando por fin llegó chillaron, saltaron y se abrazaron unos a otros como si fuera la primera vez que vivían aquel partido. Los hubo incluso que, dejándose llevar por la emoción, lloraron de felicidad a lágrima viva.

(Continuará…)