—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Como tumbas (1)

[En 5 entregas diarias]

La tarde había sido larga. Sentados en la terracita con mamparas de aquel tranquilo bar, un hombre animaba al corrillo de amigos con su historia.
—Antes debo deciros que me pidió que no lo contara a nadie, así que debéis ser como tumbas; lo que os voy a contar no puede salir de aquí. Aquellas dos señoras hablaban con total franqueza mientras tomaban su té (un té pakistaní, recuerdo haberles servido) y lo hacían con la tranquilidad de quienes se hacen mutuas confidencias en la confianza de que las revelaciones hechas en concilio tan reducido no serán desveladas. Pero ellas ignoraban que él estaba sentado en un taburete bajo, al otro lado de la barra, para descansar del dolor de sus pies. Llevaba días con dolor de pies, y ya sabéis que el trabajo de camarero no ayuda precisamente a descansarlos. Por lo visto su mujer, que ya sabéis que es pedicura, le tiene que desenterrar las uñas de los dedos gordos una vez al mes porque le crecen mal. Y ya le tocaba, pero no habían tenido tiempo, haciendo bueno aquel dicho del cuchillo en casa del herrero, y el hombre estaba hoy que rabiaba.

» Por lo visto, allí, en silencio, escuchaba perfectamente y sin esfuerzo alguno, la conversación de aquellas dos señoras […]

El relator hizo un alto en su narración y tomó un sorbito de su consumición. Luego, con cierta parsimonia, prosiguió.
—Ya sabéis lo amplia que es aquella cafetería, y que siempre estamos algún camarero de más para atender a la clientela con holgura. El dueño paga bien y puntual, y nos trata hasta con cariño… No es un empleo de los que se pueden perder… Al menos hasta que se encuentre otro mejor –aquel hombre pareció ensoñarse, pero al pronto reanudó su relato–. Como a primera hora de la tarde había poca clientela, se sentó como os digo tras aquel mostrador del fondo, de forma que nadie pudiera verle, y se sacó los zapatos y los calcetines, y estiró los dedos de los pies y las pantorrillas. Le había visto hacerlo otras veces y le dije, como siempre, que descansara, que yo le avisaría si entraba más clientela. Por lo visto, allí, en silencio, escuchaba perfectamente y sin esfuerzo alguno, la conversación de aquellas dos señoras que creían estar a solas en aquel apartado rinconcito del local.

—No me engaño, Lupe, cariño. La historia me la ha contado ella misma. Está hecha un lío. Y ahora no sabe qué hacer.
—No sabía que teníais tanta amistad como para haceros esas confesiones –me dijo que desde su impremeditado escondite le pareció notar cierto pique en la voz de esta segunda dama.

[Continuará…]