—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Desventuras en la alcoba (3)

(Lee la entrega anterior)

Le dejó hacer…, y respiró hondo, saboreando cada mecimiento, cada golpe, cada entrada y subsiguiente retirada. Volvió a inspirar hondo y cerró los ojos… La luz de aquella cafetería de la Facultad desapareció y en su lugar había niebla… Al principio le pareció una vaga niebla pero enseguida se dio cuenta de que era una calima espesa. Miró hacia arriba. Estaba en el exterior, de nuevo en Las Landas. Era de noche y la niebla no dejaba ver la luz de las estrellas, y ni siquiera sabía si había luna. Oteó hacia el cielo más detenidamente, intentando ver qué había más allá de aquella neblina que la envolvía. Quería ver qué estaba buscando, qué se le estaba escapando. En el principio había sentido una idea, algo que pasó fugazmente por su memoria y había dejado una huella que ahora era indistinguible. Tenía que volver a aquel momento en el aparcamiento para provocar de nuevo aquel ramalazo, aquel relámpago que había dejado una levísima impresión en su mente.

» No podía pasar sin los tres, no podía pasar sin ninguno de ellos. Cada uno aportaba algo a su vida […]

Ya estaba en el parking del Asador Castilla, lo sabía aunque no lo veía. Esta vez era la niebla la que impedía una visión nítida de cuanto la rodeaba. Allí no había nadie, estaba sola. Volvió a mirar hacia el cielo y creyó ver algo. Un punto luminoso, pero insuficiente. Empezaba a desesperarse; por más que tratara de recordar, su mente había creado un muro entre aquella idea y el momento actual. De pronto sintió un fuerte vaivén como el que sacude a un tren que circula a gran velocidad cuando se cruza con otro convoy. No había ruido, sólo un zumbido y una sacudida más feroz, como si el tren hubiera entrado a gran velocidad en un túnel oscuro, pero las luces interiores del vagón no se habían encendido. Abrió los ojos y vio otra vez a Piquito que había comenzado a jadear. Sus embestidas eran ahora más fuertes. El chaval estaba llegando al final del trayecto. Ella debía abandonar sus devaneos si quería obtener satisfacción al final del viaje. Se abrazó a su incansable amante. Comparó sus tersos músculos con los de Matute, fuertes pero no tan duros y longilíneos. Comparó de nuevo los músculos del deportista con los fofos músculos de López, blandos pero confortables. No podía pasar sin los tres, no podía pasar sin ninguno de ellos. Cada uno aportaba algo a su vida, cada uno de ellos aportaba algo a su sexualidad. Piquito cambió de posición levemente y acometió con mayor vigorosidad. Sus otros dos amantes no eran corredores de tanto fondo. Se dejó llevar y cerró los ojos de nuevo. La ola la inundó… Los inundó a ambos mientras el movimiento iba poco a poco dejando paso al reposo, al estatismo. Sobre la cama, ahora echado a un lado, Piquito jadeaba como si hubiera corrido un sanfermín. Él era su toro, su corcel. Esta noche él era su hombre. Y ella conocía el ritual que vendría a continuación.

Piquito la volteó con dulzura, adjuntó el pecho a su espalda, acopló su pene aún erecto entre sus dos nalgas, ambos se encogieron, con una mano echó el cobertor sobre ellos, luego le apretó las tetas, entraron en un agradable ilapso, y se durmieron.

[Continuará…]

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  1. Trackback - Bitacoras.com — 19 19+01:00 marzo 19+01:00 2012 #

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