Diálogos (3)
(Lee la entrega anterior) |
Hay profesiones en las que no es cómodo ser un innovador. O un trabajador nato. En un ministerio llega un funcionario nuevo, con ganas de hacer cosas, con ideas, al que no le gusta el café a media mañana ni acercarse al Corte Inglés cercano a echar una ojeada a las televisiones, y pronto sus compañeros de negociado comenzarán a mirarlo de mala manera, luego le recriminarán que hay que vivir, que son cuatro días y que para lo que les pagan… Al final acabarán amargando al recién llegado quien tendrá que pedir en el concurso de traslados para volver a vivir la misma experiencia en otro ministerio o negociado, o se aclimatará a la situación y comenzará a hacer (a no hacer, queremos decir) lo mismo que sus colegas. Incluso empezará a gustarle el café a media mañana y mirar las televisiones del Corte Inglés. Esto pasa en un ministerio pero también en otros centros de trabajo. Por ejemplo, en el Instituto Fernando Orejuela.
» Quizás debería ponerme un colgante en la oreja para parecerme a él y ser moderno, y guay. Quizás debería llamar a mis alumnos en plan compadre, ¿qué pasa, tío?, ¿cómo te va, tía? Y, naturalmente, debería aprobar a todo quisque, trabaje o no.
—Siéntate, Eduardo, siéntate.
—Pues ya dirás qué se te ofrece, Belmonte.
—El tema es delicado. Nos puede estallar en cualquier momento…
—No te pongas tan misterioso y suelta por esa boquita. A mis años ya nada me sorprende…
—No sé por dónde empezar…
—Por dónde más te duela…
—Es a ti a quien te va a doler… De rebote me afectará a mí porque ya sabes que al director le pilla todo por en medio, pero tú puedes ser el gran perjudicado…
—Desembucha, Belmonte.
—Mira Eduardo, si te pones chulo te mando a la mierda ahora mismo y afrontas tú sólo el marrón.
—Perdona, hombre. Quería ser simplemente cordial y cercano, como otras cientos de veces que hemos hablado de problemas en el Instituto…
—Pues te equivocas en el tono. Quizás es que no has escuchado mis primeras palabras. Quizás es que ya no escuchas a nadie.
—Se trata del tal Joaquín, ¿no? Ese niñato que llegó a principios de curso y que le tiene comido el cerebro a todos esos zánganos de alumnos y alumnas, como ahora se dice.
—Para empezar, Joaquín no es un niñato. Es un profesor de Educación Física, sólo que treinta años más joven que tú.
—Conozco a esta nueva hornada de profesores. El del año pasado también era bueno. ¿Te acuerdas, no? Aquel Carlos al que por poco rajan vivo por dedicarse a hacer en clase esas chaladuras modernas.
—Eres muy injusto o tienes mala memoria…
—No, lo que tengo es mala leche porque voy con la verdad por delante.
—Carlos lo pasó muy mal con aquel incidente y a punto estuvieron de abrirle un expediente. Encima que aquel energúmeno de padre lo quiso apuñalar, los burócratas de la Inspección le quisieron sancionar.
—A mí nunca me hubiera ocurrido lo que a él.
—Nunca digas eso no me ocurrirá a mí. Quizás tú estés ahora en peor situación…
—Siento que no le abrieran un expediente porque se lo merecía. A mí me hizo pasar un año horrible aunque este curso ese Joaquín de las narices le gana.
—Te lo voy a decir muy clarito, Eduardo. Te conozco desde hace diez años, cuando llegué a este Instituto, y ya entonces eras igual que hoy: un profesor de educación física sin ilusión, al que los años y los trienios han convertido en un simple funcionario, como los que hay por esos ministerios de dios, incluido el de educación.
—Estás pasándote de la raya.
—No, querido. Estoy diciéndote casi de memoria lo que consta por escrito en la denuncia que un grupo de padres del Instituto ha presentado ante la Inspección educativa en el día de ayer.
—¿Y…?
—Sabes que hoy los padres mandan más que los profesores, que estamos vendidos ante los políticos y los inspectores. Y sabes que esta vez, tienen razón…
—¿¿Cómo que tienen razón??
La pregunta, proferida en forma de grito, debió oírse hasta en Madrid.
—¿Cómo que tienen razón? ¿Tú también estás de su parte?
—Si al único que puede ayudarte le haces esa pregunta, ya me contarás…
—Yo cumplo con mi horario, los chavales hacen lo que pueden, que es poco porque las nuevas generaciones son unos zánganos. No puede esperarse de mí la fuerza de un profesor de veintipocos años pero les enseño el programa completo de la asignatura, les ayudo en la medida en que se dejan, les enseño a sacarse las habichuelas por sí mismos… ¿Qué más coño quieren? ¿Qué quieren? Ah… ya sé lo que pretenden de mí, que cuente chistes en clase como hace Joaquín, el otro profe de Educación Física, el bueno… O que les invite a churros como, cuando hace poco, se llevó a los chaveas al Parque a hacer esa cursilada de la orientación. Quizás debería ponerme un colgante en la oreja para parecerme a él y ser moderno, y guay. Quizás debería llamar a mis alumnos en plan compadre, ¿qué pasa, tío?, ¿cómo te va, tía? Y, naturalmente, debería aprobar a todo quisque, trabaje o no.
—Tu opinión me parece mezquina, Eduardo. Sois diferentes, no sólo en edad sino también en carácter, en costumbres, en conocimientos profesionales. Reconoce que te has quedado anticuado, que en tu especialidad ha habido tal cantidad de novedades pedagógicas y científicas que ya no eres capaz de asimilarlas porque hace tiempo que perdiste el interés por estar al día.
—Estoy dispuesto a admitirte esto, pero le ocurre lo mismo a la mayoría de los profesores que pasamos de los cincuenta años.
—También te admito yo este razonamiento, pero me reconocerás que en la educación física eso se nota demasiado y tú haces muy poco por evitarlo.
—Puede que tengas razón pero llevo muchos años, casi desde que empecé, clamando en el desierto, exigiendo a los alumnos, ah, y alumnas, que no se me olvide, el esfuerzo que la actividad física lleva implícito. Coño, que Cristiano no sería Cristiano si no se machacara todos los días en el gimnasio, en el entrenamiento… Y eso la juventud no lo entiende porque es monótono, aburrido… Estoy cansado de clamar en el desierto. Muchos vienen a la clase como si lo hiciesen a una fiesta, sin zapatillas de deporte, sin la ropa apropiada…
—Pues a Joaquín no le ocurre eso. ¿Y sabes por qué?
—Porque se la mama a los chavales…
Belmonte se levantó de su asiento como si le hubieran metido un cohete por cierta parte de su anatomía. Eduardo se dio cuenta inmediatamente de que había metido la pata.
—Perdona la expresión. No es muy afortunada pero tómala como una metáfora.
—No sé si seguir con esta conversación que sólo pretende ayudarte. Esos modos y expresiones te pierden porque de vez en cuando se te escapan incluso delante de los alumnos. A mí me lo cuentan y yo les doy largas, les digo que estás cansado, que ellos no pueden considerar la asignatura como un vulgar pasatiempo. No sé si les convenzo pero luego, al cabo de días o semanas, volvemos a las andadas.
—Y esta vez ya son los padres los que han tomado el relevo, ¿no? Y como era lógico, la dirección y la inspección se han cagado las patas abajo al verles protestar. ¡Qué importa lo que diga el profesor, su versión de los hechos, los motivos por los que las clases no funcionan como es debido! A mis años todo esto me parece ridículo. A mí no se me puede pedir que sea como Carlos o Joaquín. Quizás se me note demasiado que no estoy contento, que me he quedado algo antiguo en la metodología aunque hay cosas de ahora que me parecen poco serias y efectivas, puro folklore, pero no admito bajo ningún pretexto que unos padres o alumnos que no saben nada de esto valoren mi trabajo como si ellos fuesen mis jefes. Y algo todavía peor: no entiendo que mis superiores se lo crean.
—Así son los tiempos de ahora, Eduardo. Y estos tiempos es evidente que no son los tuyos, ni siquiera los de hace diez años cuando yo vine al Instituto. Lo cierto es que Joaquín ha conseguido ganarse al alumnado, incluidas las chicas, siempre tan renuentes a la práctica deportiva. Al principio se le subían a las barbas por culpa de su forma de ser, de su inexperiencia, pero ha aprendido rápido y ahora es el profesor más popular del Instituto. Y le echa muchas horas, por supuesto…
—Si no lo hace ahora que es joven y un recién llegado, ¿cuándo lo va a hacer? Hace algo más de diez años, y de treinta, yo también fui joven, ¿sabes? Yo no respeto a ese niñato porque él, desde el primer día, tampoco me ha respetado a mí.
—Pues a ver cómo sales de esta. Si todo lo ves como una rivalidad con el otro profesor de educación física, allá tú… Quizás Joaquín ha sido poco inteligente y debería haberse amoldado a tu forma de dar las clases y de tratar a los chicos. A donde vayas haz lo que vieres, ¿no? En fin, ya veremos en qué acaba todo esto pero tiene muy mala pinta, muy mala pinta…
[Continuará…]
- Escrito por Cogollo, publicado a las 11:30 h.
- Protagonistas: (ver la primera entrega)
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