El dichoso fútbol: monólogo (2)
(Lee la entrega anterior) |
Cualquier deporte, incluido el parchís, la oca y el ajedrez, necesita de una amplia bibliografía para albergar el cúmulo de normas, estrategias, tácticas y otras pijadas necesarias para llevarlos a cabo. En algunos hasta hacen falta ciertos conocimientos científicos e intelectuales como matemáticas, medicina, conocimiento del medio físico y animal, etc. Para jugar al fútbol no hace falta nada. A veces ni pelota. Puede valer una piedrecita, una lata, la cabeza de un muñeco o la cáscara de una nuez. Se puede jugar en cualquier sitio, siempre que no contenga toneladas de agua y si no hay porterías, no importa, se colocan dos palos paralelos a cualquier distancia o dos piedras o se aprovechan dos postes de la luz que pasaban por allí.
» ¿Qué hace un árbitro, sólo contra 22 tipos que ya en los entrenamientos son aleccionados en la práctica de revolcones, alaridos, descogorzamientos y otras expresividades corporales para así engañarle mejor en el día del partido?
Esta simplicidad tan simple condiciona mucho el juego, claro, porque lo puede practicar cualquiera, aunque no tenga estudios ni sepa cuál es la capital de Birmania. Así que al fútbol puede jugar cualquiera, mejorando lo presente. Y el que no puede pegarle patadas a la pelota va y se compra una entrada carísima y se pasa dos horas de frío o calor, sentado en una butaca la mar de incómoda, viendo cómo su equipo es goleado por el Madrid o el Barça. En fin, algo tremendamente divertido y cachondo. Luego el camarada regresa a casa y todavía le quedan ganas de ver el partido grabado por si acaso las cámaras le han pillado en alguna toma y, por supuesto, para disfrutar mejor de las jugadas ya que en el campo los jugadores y las jugadas como que se ven con menos detalles, ¿no? Entonces nuestro héroe verá las jugadas repetidas unas quinientas mil veces, mínimo, y así se hará un juicio bastante certero de la cosa para luego poder discutir durante toda la semana. En efecto, mi equipo fue mejor, dónde va a parar. No le pitaron dos penaltis y cuatro faltas y el arbitrucho debió expulsar a trece tíos del Madrid. Bueno, perdimos por cinco a cero pero que se preparen para el partido de vuelta.
Pero el éxito del futbolín no arranca sólo de que lo puede practicar cualquiera, en donde sea y con quien sea, o de los gustos bastante masoquistas de sus espectadores . Un factor que ayuda mucho a su éxito es que tiene un reglamento tan cavernícola, tan del Pleistoceno, que la polémica está servida siempre, pues es de lo que se trata, que el gentío hable, discuta, se pelee, se mate por culpa de lo que unos ven de una manera y otros de otra. Ay, ese fuera de juego que a veces ni con cien cámaras simultáneas, alta definición y contraste supremo, queda claro si fue o no. Ay, esa pelota que no se sabe si entró o no en la portería porque hay tropecientos mil jugadores delante de ella y a los árbitros siempre les pilla lejos… ¿Fue gol o no? ¿Será una rosa, será un clavel?
¿Alguien se imagina un fútbol regulado por una especie de “ojo de halcón” similar al tenis? ¡Se acabarían gran parte de las jugadas polémicas y el personal dejaría de hablar y discutir días, semanas o años porque a ver quien polemiza sobre lo que es indiscutible o evidente! Claro que para evitar las jugadas en que ni el ojo ese aclararía nada, debería cambiarse el troglodítico reglamento, más antiguo que la Tana. ¿Entró o no entró la pelota en la portería? No se ve claro… pues ni pa ti ni pa mí: medio gol para el equipo atacante. ¿Fue penalti o no? Imposible saberlo por las imágenes. Pues está claro… moneda al aire y que decida el azar, mucho más justo siempre que cualquier árbitro, juez o tribunal de justicia.
De poco serviría que se instalasen en los campos de fútbol las tecnologías más avanzadas si luego el reglamento continúa siendo el mismo, sí, ese de los tiempos de Maricastaña, cuando los futbolistas eran unos benditos que sólo jugaban por el placer de arrearse patadas en las espinillas. Y tampoco seriviría de nada si el árbitro siguiese mandando sobre la tecnología del copón. Mal seguiríamos. El árbitro, que no es precisamente un robot dotado de ojo de precisión milimétrica si no un tipo que en cuestión de microsegundos debe intentar ver y descifrar lo que le muestran 22 actores de teatro que trotan a su alrededor más pendientes de engañarle que de jugar al fútbol, no puede ser el juez supremo de lo que ocurre en el césped. Si escribe en el acta que Fulano y Mengano se despidieron en el campo dándose besitos en los morros, su visión de la jugada no debería ir a misa pues todo el mundo ha visto por las telecacas que lo que hicieron esos Zutanos fue arrearse patadas hasta en el cielo de la boca. Y si el trencilla estaba de espaldas y los linieres miraban al tendido y el cuarto árbitro había ido a mear al vestuario justo cuando el defensa central del equipo local le dio un puñetazo al delantero centro visitante como represalia porque un minuto antes había metido un gol, nada de lo que ocurrió en realidad y vieron millones de personas en la caja tonta valdrá un pimiento si sigue predominando sobre las imágenes técnicas la deficiente visión de los cuatro jueces encargados de dirigir el tinglado.
Los tiempos han cambiado tanto respecto a los orígenes del sagrado juego del furbo que hasta el número de árbitros se ha quedado pequeño. ¿Qué hace un árbitro, sólo contra 22 tipos que ya en los entrenamientos son aleccionados en la práctica de revolcones, alaridos, descogorzamientos y otras expresividades corporales para así engañarle mejor en el día del partido? ¿Y por qué lo hacen con tanta abundancia, infinitamente superior a las marrullerías de otros deportes? Pues porque la expulsión de un rival o provocar un penalti es garantía de tener la victoria casi en el bolsillo ya que no hay ningún otro deporte en que haya dos jugadas tan determinantes y decisivas a la hora del resultado final. De ahí la preocupación de muchos jugadores en provocar este tipo de jugadas. Da igual que haya cámaras delante que luego puedan sacarles los colores de farsantes, mentirosos, caraduras y sinvergüenzas por tanto teatro barato y chungo. Al final lo único que vale, como he dicho antes, y aunque vaya en contra de la realidad más palmaria, es lo que pita el árbitro. Por eso lo importante en el fútbol de hoy día son las victorias, no importa si se juega mal, si se hace mediante la técnica del palo y tentetieso, si se logra con trampas y trucos, a veces hasta con goles marcados con la mano que son celebrados fantásticamente pues el fin (la victoria al precio que sea, incluido engañar al arbitrucho) justifica todos los medios. Pero como esto crea polémica, bronca, jaleo, follón y despiporre, todos tan contentos porque así damos salsa y vidilla al fútbol. Pero sobre todo, pasta, mucha pasta.
[Continuará…]
- Escrito por Cogollo, publicado a las 11:30 h.
- Protagonistas: (ver la primera entrega)
Imprime | Recomienda | Suscríbete |