El niño ajedrecista (4)
(Lee la entrega anterior) |
Cuando la policía interrogó a Juana y Julián llegó muy pronto a la conclusión de que el matrimonio no tenía nada que ver con el doble crimen. El niño fue entregado a un centro de acogida de menores en espera de la aparición de familiares cercanos que nunca llegaron porque sobre el suceso cayó pronto una profunda capa de olvido. El hecho de que había sido un ajuste de cuentas o una venganza por motivos políticos debió impedir que nadie de la comunidad ruso-española quisiera hacerse cargo del niño. Sólo nuestro matrimonio de mospintoleños estuvo interesado desde el primer momento y en cuanto les fue posible solicitaron que les fuese concedida la custodia de Sergey, aunque les dijeron que el asunto podría ir para largo. Ya se sabe cómo es la burocracia en un país de mente tan funcionarial como el español.
» Sólo con mucho tesón, y también dinero, consiguieron que el niño fuese trasladado de comunidad autónoma para que así pudiera estar más cerca de ellos, los únicos que le visitaban. Conseguirlo no les fue nada fácil en un Estado en que cada una de sus autonomías hace de su capa un sayo.
Entretanto, y como se habían quedado sin trabajo, decidieron regresar a Mospintoles para olvidar aquel suceso tan luctuoso. Allí, al menos, tenían una casa y una cama donde resguardarse. La suerte, sin embargo, les fue favorable y pronto encontraron ambos un lugar donde ganarse el sustento, cada uno en lo suyo. Fueron pasando los días y las semanas. Lo único que no pasaba era el nuevo sueño que se habían impuesto alcanzar: conseguir la patria potestad del pobre niño ruso.
Los médicos habían sido muy claros en el diagnóstico: Sergey no tenía lesión alguna en las cuerdas vocales ni garganta. Su mudez sólo obedecía al traumatismo psicológico que había tenido la noche del crimen por lo que recomendaban que, en la medida de lo posible, estuviera rodeado de un ambiente cálido y familiar pues quizás el paso de los años y el cariño de su entorno podrían facilitar la superación del bloqueo del habla. A estas razones se agarraban Julián y Juana para solicitar que el niño ruso les fuera concedido en adopción. Ahora que trabajaban los dos había desaparecido también el posible impedimento económico para adoptar tal medida.
Sólo con mucho tesón, y también dinero, consiguieron que el niño fuese trasladado de comunidad autónoma para que así pudiera estar más cerca de ellos, los únicos que le visitaban. Conseguirlo no les fue nada fácil en un Estado en que cada una de sus autonomías hace de su capa un sayo, pero la intervención de los defensores del pueblo de las comunidades andaluza y madrileña así como un juez capaz de mojarse por cuestiones no sólo legales sino estrictamente humanitarias, desbloquearon la cuestión. Por fin iban a tener a Sergey a escasos kilómetros para poder verlo a menudo, para seguir luchando por sacarlo del centro de menores e incorporarlo a la única familia que le quedaba y que lo quería. Ana y Julián, y todos sus parientes y amigos, establecieron una lucha perseverante y decidida para que el niño ruso encontrara por fin un hogar digno.
Un buen día su esfuerzo, y su amor, recibió la recompensa: pasaban a ser los padres legales de Sergey. Juana, en su fuero interno, pensaba que el día que eso ocurriera el chaval -que ya estaba a punto de cumplir los ocho años- recuperaría el habla al conocer la noticia. Fue la única desilusión que tuvo aquel maravilloso día en que, a eso de las diez de la mañana, tras pedir permiso en el trabajo, acudió con su marido a recoger a Sergey. Aunque el niño ya había recibido la noticia por parte del director del centro de menores, no por eso quedó menos impresionado cuando salió a la puerta de la calle, cogido de la mano de sus nuevos padres. Fue entonces cuando Julián sacó la cámara de fotos e inmortalizó para siempre aquella imagen, la de Sergey en brazos de Juana, ojos vivarachos los de él, cerrados los de ella, como si aún estuviera soñando. Desde aquel día esa foto, enmarcada en distintos tamaños, preside todas las habitaciones de la casa de Juana, Julián y -por fin- de Sergey.
El domingo siguiente jugaba el Rayo en Mospintoles frente a uno de los equipos más potentes de Segunda División. Sí, tras varios años de triunfos, ¡el Rayo ya estaba en la división de plata del fútbol español! La campaña no estaba siendo buena, con cambio de entrenador y un Piquito en baja forma. Aquel prometedor chaval de la cantera, al cabo de unos cuantos años ya era toda una realidad, aunque no estuviera ahora en su mejor momento.
Julián se llevó a Sergey al estadio. La verdad es que el niño tenía cierta curiosidad por ver un partido de fútbol en directo pero pronto pudo comprobar Julián que aquello no acababa de entusiasmarle. Quizás si el crío pudiera hablar y expresar mejor su entusiasmo, su emoción… El partido acabó ganándolo el Rayo por la mínima, pero Julián se quedó con un sabor agridulce al comprobar que a su hijo eso del fútbol como que no le hacía mucha gracia.
Sería el sábado siguiente cuando nuestro hombre futbolero descubrió algo sorprendente: ¡Sergey jugaba al ajedrez! Era curioso que él no sabía ni qué demonios era eso de un alfil y aquel mocoso al que quería con toda su alma era capaz de jugar contra el ordenador una partida de ajedrez durante tres horas seguidas. El descubrimiento dejó alucinado a Julián. Pero más alucinado se quedó cuando, al cabo de ese tiempo, regresó y vio cómo en la pantalla aparecía el siguiente texto: Sergey 1 Computer 0.
El lunes siguiente Julián se llevó a Sergey a un club de ajedrez cercano al Parque de Mospintoles. Cuando llegó había por allí varios adolescentes jugando unas partidas. Mientras que el crío se arrimó a uno de los tableros y no perdía detalle de las jugadas, él estuvo por allí aburriéndose como una ostra. No entendía nada del juego y, además, le parecía increíble que «aquello» pudiera entusiasmar a alguien. Parecía un terrícola rodeado de marcianos.
Cuando acabó la partida que tanto observaba Sergey, Julián pidió al ganador que se enfrentase con su hijo pues el chaval se pondría muy contento. Aquel adolescente no entendía nada. ¿Enfrentarse a un retaco de siete u ocho años? Vaya manera de perder el tiempo… Julián siguió insistiendo y al fin obtuvo la recompensa:
—Vale, jugamos una partida a cinco minutos. ¿Te parece bien, chavalín?
Sergey meneó la cabeza de arriba a abajo. Es que no puede hablar, se justificó Julián. También pensó para sí que si la partida era de cinco minutos aquello no le aburriría mucho.
Aquel encuentro ajedrecístico tan dispar no llegó ni a los cinco minutos. En sólo dos, Sergey liquidó el combate por jaque mate. El joven no sabía dónde esconderse pensando que había hecho el ridículo más espantoso al perder con aquel chiquillo, pero Julián le aclaró que su hijo jugaba como los grandes campeones, tirándose un farol porque él no sabía cómo jugaban. Entonces se les acercó el encargado del local, un jubilado la mar de simpático, y que también había seguido la partida por curiosidad:
—Este niño juega como los ángeles. Venga mañana por aquí para inscribirlo en un torneo de exhibición que dentro de dos semanas tendrá lugar en Mospintoles, en el Complejo Deportivo. ¡Viene el campeón de Europa de ajedrez y subcampeón del mundo, el gran Boris Kartov!
[Continuará…]
- Escrito por Cogollo, publicado a las 11:30 h.
- Protagonistas: (ver la primera entrega)
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