Choque de trenes (4)
(Lee la entrega anterior) |
-Jueves por la tarde, a las 19 horas-
Don Anselmo Reina se sobresaltó al oír el timbre de la puerta de su lujoso chalé. En esos momentos no había nadie más en casa pues la chica encargada del turno de noche había llamado diciendo que llegaría un poco más tarde de lo habitual por culpa de un imprevisto. La asistenta de día acababa de irse. El viejo, a sus 75 años, ya no se fiaba ni de su sombra y en cuestión de segundos se montó la película de que el timbrazo podría ser de unos ladrones, quienes llevarían semanas acechando los horarios de las chicas. En esos momentos aprovechaban la falta de relevo para intentar penetrar en el chalé.
» —Esta vez las pruebas son definitivas, fulminantes. Aquí está mi ex yerno tirándose a esa furcia que el detective contrató para hacerle picar en el anzuelo. No ha sido fácil montar todo el tinglado, créame.
Don Anselmo cogió el mando a distancia para activar las varias pantallas de seguridad que el edificio tenía instaladas a su alrededor pero, en el último instante, tuvo un momento de cordura y decidió responder primero por el telefonillo. Tenía que hacer ver a los posibles ladrones que aunque no hubieran visto entrar a la asistenta de la noche él no estaba solo.
—Perdonen un momento. Es que los enfermeros me están tomando la tensión.
—¡Que soy yo!
—¿Y quién leche eres tú?
—¡Don Rosendo, el cura! No se preocupe, amigo, no hay moros en la costa. Ni rumanos, ni rusos ni chorizos hispánicos…
Don Anselmo sintió entonces que regresaba la sangre a sus órganos vitales. Suspiró aliviado. Sí, reconoció aquella voz. Era el cura, aunque le parecía muy raro que llegara a casa sin avisar antes por teléfono y en un día no habitual. Por eso volvió a coger el telefonillo y le hizo varias preguntas de reconocimiento. Cuando estuvo bien seguro de que aquella voz era de don Rosendo y no una estratagema de los amigos de lo ajeno, le dio al pulsador. Al cabo de varios minutos –los que tardó en recorrer la distancia que había entre la puerta de entrada al recinto, una puerta de hierro que pesaba una tonelada, y la que accedía a la entrada del edificio principal-, el orondo de don Rosendo saludaba efusivamente al viejo cascarrabias, padre de la alcaldesa María Reina.
—¿A que pensaba que eran unos ladrones los que llamaban a la puerta?
—Nadie viene a visitarme si no me avisa antes por teléfono. Lo sabe usted bien y ha roto esa norma. Hace cinco años entraron unos desalmados y a punto estuvieron de desvalijar todo el chalé.
—Perdone que no haya cumplido las normas pero se han dado una serie de concatenaciones imprevistas que han terminado en esta aparición tan inesperada. Mi reunión en Madrid con el señor obispo ha terminado antes de los esperado así que me ha dado tiempo a hacerle el encargo que me pidió en esa agencia de detectives. Allí me dieron este sobre tras mostrar su autorización. Cuando cogí el coche eché en falta el móvil. Luego, ya no era cosa de llegar a mi domicilio, en el centro de Mospintoles, buscar su teléfono y llamarle para venir acá cuando la autovía pasa tan cerca de su casa. Así que me he dicho, Rosendo, tienes que ver a don Anselmo ahora mismo y entregarle el sobre, no hay tiempo que perder, y he tomado la salida más cercana a su domicilio y aquí me tiene.
—Queda usted perdonado, querido amigo. Debe ser muy importante lo que tiene ese sobre para haber roto las normas de seguridad pactadas…
—No lo sé, pero en la agencia me han dicho que se lo diera inmediatamente.
—Espero que sean buenas noticias…
Tras sentarse ambos en el sofá, situado de cara a un gran ventanal desde el que se podía contemplar la caída de la tarde, don Rosendo entregó el sobre a su amigo. Este lo abrió rapidamente e hizo gestos de asentimiento.
—¿Es lo que usted esperaba?
—Sí, son las fotos que andaba buscando. Ha caído en la trampa como un pardillo.
Don Anselmo comenzó a mirarlas detenidamente. No decía nada, no temblaban sus manos, sólo murmuraba para sí, como si estuviera rezando. Por fin, tras varios minutos de paladear aquellas instantáneas, abrió la boca.
—La pista que usted me dio el jueves pasado sí fue la buena. Confieso que ya empezaba a desesperarme tanto fracaso. Pensé que no colaboraba, don Rosendo…
—No quería hacerlo hasta que me aseguró que el detective había comprobado en numerosas ocasiones que Matute le era infiel a su hija, don Anselmo, muy infiel, pero que necesitaba obtener pruebas directas y concluyentes. Así que al final, entre la vieja amistad que nos tenemos, y el que Matute no tiene perdón de dios, con lo buena y santa que es María, me decidí a comentarle lo último que sabía: que Sebas se desplazaba a Barcelona y que se alojaría en ese hotel cuyo nombre ya no recuerdo.
—Esta vez las pruebas son definitivas, fulminantes. Aquí está mi ex yerno tirándose a esa furcia que el detective contrató para hacerle picar en el anzuelo. No ha sido fácil montar todo el tinglado, créame. El sábado, cuando venga usted por aquí a jugar la partidita, se lo explico detenidamente. Venga un poco antes que los demás…
—¡Qué horror! ¿Cómo puede ese hombre caer en los instintos más bajos de la especie en detrimento del amor a su santa esposa, y el respeto a su hijo?
—Siempre ha sido así ese desgraciado. Por eso no lo tragué desde el primer minuto. Y por eso, como ya sabe, le hizo un bombo a mi hija, para que el noviazgo acabara en matrimonio forzoso.
—Sabía el muy ladino que un católico, apostólico y romano como usted no podía hacer otra cosa que consentir ese matrimonio… Pero, don Anselmo, si no le he entendido mal, ha dicho usted que el detective le tendió una trampa a Matute… Vamos, que contrató a esa descarriada para que se acostara con el Sebas…
—Sí. ¿Y cuál es el problema? Había que obtener las pruebas definitivas de su adulterio…
—Pero no a costa de engañar a Matute de esa manera… tan vil. Eso no está bien…
—Sebas lleva poniéndole los cuernos a mi hija desde hace mucho tiempo, estoy seguro, aunque cuando ella empezó a sospechar fue a partir de que se lió con esa periodista mulata. Ya no le bastaba fuera. Era necesario hacerlo también en el propio Mospintoles. Hay decenas de fotos que atestiguan sus noches de farra y cachondeo con señoras y señoritas de todo pelaje, pero lo más definitivo era lograr pillarle en plena acción amatoria y eso por fin se ha logrado tras numerosos esfuerzos y un sutil plan estratégico. Aquí el único que engañaba era él…
—No sé, no sé… tengo remordimientos de conciencia, don Anselmo. Yo sólo di una pista de por donde iría Matute… No esperaba todo ese numerito que le han montado. El detective me ha dicho que tiene ocho horas de cintas grabadas. Me parece excesivo. Me avergüenza, querido amigo, esta cacería tan concienzuda y tenaz de un hombre que busca fuera lo que quizás no tiene dentro…
—¡Váyase, don Rosendo! Lo que acaba de decir es lo último que esperaba oír de su boca. ¿Acaso no sabía lo que yo iba buscando? ¿No le pedí en una ocasión que colaborara? ¿No lo ha hecho finalmente? ¿No se lo voy a agradecer toda mi vida? ¿No se lo voy a recompensar como se merece? ¡No me venga ahora con hipocresías y memeces!
—Es que engañar de esa manera tan canalla a su yerno me parece intolerable. No lo esperaba de usted.
—¿Ahora se me pone estrecho?
Don Anselmo se levantó con una energía impropia de una persona de su avanzada edad, cogió al cura del brazo e hizo gestos de querer llevárselo hasta la puerta. Don Anselmo le arreó un tortazo que sonó como un estampido y el viejo se quedó petrificado. No cayó al suelo de milagro.
Don Rosendo hizo el gesto de querer rematar la faena con otro sopapo pero se lo pensó mejor. Puso las manos como si fuera a rezar y salió de la estancia a gran velocidad. Segundos después se escuchó un fuerte golpe. Aquel sonoro portazo significaba el fin de una larga y acartonada amistad.
[Continuará…]
- Escrito por Cogollo, publicado a las 11:30 h.
- Protagonistas: (ver la primera entrega)
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