—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

La batalla de las primarias (4)

(Lee la entrega anterior)

María, que sabía a lo que jugaba, para no dar pistas a Segis, y convenientemente informada con antelación por una calculada filtración de la fecha de cierre de las afiliaciones con derecho a voto, había llevado personalmente el día anterior a la dirección regional un buen puñado de afiliaciones, por lo que Segis tuvo noticia del censo final prácticamente a la vez que María. Esa escaramuza se la había apuntado ella. Y quizá ese puñado de afiliaciones fueran las que hicieran la diferencia tras el escrutinio.

Luego había llegado el temido vis-a-vis con afiliados a los que nunca antes se había dirigido y, peor aún, con algunos que tal vez hubieran sido ofendidos por María en el pasado. Ahora se trataba de detectar y cerrar esas pequeñas cicatrices donde las hubiera, porque de los enemigos declarados era estúpido esperar nada positivo.

» Quedaban diez minutos cuando llegó un pequeño contingente de copartidarios que acudían a votar. Entre el pequeño tropel distinguió dos personas en las que confiaba que le fueran favorables […]

Hubo que ir casa por casa, trabando conversación con los afiliados menos dados a participar, para conocer las inquietudes de cada cual, sus esperanzas y sus resentimientos para aplicarles el consabido bálsamo verbal bajo el formato de promesa. Ilusionar al abúlico, enamorar al crítico, convencer al escéptico. Y todo a través de terceros, sus hombres de confianza, que, había que reconocerlo, se habían movido con precisión y precaución y fieles siempre a las directrices que se les dieron.

Ahora tocaba ganar para luego tener que convencer a toda una población y finalmente, de salir victoriosos nuevamente, habría llegado el momento de demostrar esa capacidad de gestión que sus pupilos atesoraban.

María pensó que todo el sistema estaba patas arriba. Ella siempre creyó que cuando un político llega a un cargo tiene que haber demostrado su capacidad de gestión con creces. De lo contrario se estaba jugando con el dinero del contribuyente. Pero las reglas no las había puesto ella. En algún momento de la ya no tan joven democracia española la edad de los cargos políticos se había rebajado, y ahora era habitual ver concejales imberbes y concejalas bisoñas que iban aprendiendo a base de llevar chaquetazos.  Incluso había ministras treintañeras sin recorrido político fuera del partido y sin vinculación alguna con la cartera que les habían regalado. Y así le iba al país, de mal en peor. ¿Dónde estaban los viejos? Ella misma podía ser un ejemplo, mediada la cuarentena, de solvencia para una alcaldía pero inexperta para un ministerio, incluso para una secretaría general. ¿A qué las prisas?

En estas y otras consideraciones se fue pasando la tarde. Alguien, no recordaba ahora quién, le había traído unos par de pinchos calientes y una cerveza fresca. Luego le trajeron un termo de café caliente.

Quedaban diez minutos cuando llegó un pequeño contingente de copartidarios que acudían a votar. Entre el pequeño tropel distinguió dos personas que confiaba que le fueran favorables, y les saludó con una sonrisa amable. Uno de ellos la guiñó un ojo y sonrió a la vez que hacía un ligero cabeceo hacia quienes le acompañaban, con lo cual María entendió podía esperar que todo el grupito le sería proclive. Devolvió un imperceptible gesto de agradecimiento.

Poco después se cerró la votación. Se transportó la urna a la sala de reuniones y tras las correspondientes formalidades y ante una nutrida concurrencia se desprecintó la urna. Había allí unas cincuenta personas más la prensa mospintoleña. María observó como los interventores de Segis se tiraron a ansiosos hacia esos últimos votos que habían quedado sobre los demás. El secreto del sufragio era así vulnerado. Había que ser perro para actuar de aquella manera, pero María pensó que los suyos hubieran hecho otro tanto si los últimos votantes hubieran sido más de la cuerda de Segis.

Se inició el recuento y dado que todos preveían una ajustada votación los interventores, que previsoramente habían separado a la concurrencia de la mesa, revisaban ávidamente cada voto en busca de un arañazo, un raspón o una modificación en una papeleta del rival que la convirtiera en un voto nulo.

Una sola rayita a boli hubiera supuesto que la papeleta fuera impugnada por los contrarios. Se subía así el nivel de exigencia, pero a la larga cualquiera podía perjudicarse a sí mismo pues no sabían qué paletas suyas aparecerían con defectos.

(Continuará…)