—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Antecedentes penales (2)

(Lee la entrega anterior)

Aquello era una zona deprimida, rodeada de almacenes y de pequeñas industrias no contaminantes. A un costado de aquel callejón había un patio donde media docena de negros jugaban al baloncesto contra una escacharrada canasta que alguien había arrancado de uno de los parques de la ciudad. Bolsas de basuras se encontraban desperdigadas aquí y allá, pero aparte de los ocasionales jugadores y de un perro que hocicaba en una de aquellas bolsas, allí no se veía un alma. Y con la llegada de la policía se cerró alguna que otra contraventana, aunque los negros siguieron jugando como si tal cosa.

» No discurrían nada que oponer, aunque Vázquez les hubiera dado una veintena de razones para que le retuviesen.

Susana tomaba nota mental de cuanto veía; tenía en mente una conexión telefónica con la emisora y una crónica magistral para El Heraldo; lo suyo era el deporte, pero no le haría ascos a un poco de acción. Aunque en verdad no esperaba mucha del septuagenario Francis.

Roque, el subinspector Cañeque y Vázquez se estaban poniendo de acuerdo sobre la forma de actuar.
—Déjame intentarlo –le estaba diciendo el policía local al subinspector–. Francis me conoce y no debe temer nada de mí.
—Es arriesgado, Roque. Crees que Francis es el mismo de ayer; pero ayer no hubiera atracado ni a una vieja, y hoy tienes un boquete en el techo de la Caja de Ahorros. Algo le ha pasado, algo ha tomado que le tiene trastornado. No y no.

Bermúdez, previsor, se estaba dedicando a cortar la inexistente circulación con la ayuda de la cinta de balizamiento de la Policía local y unos conos que llevaban en el maletero. Susana buscaba su cámara Réflex digital entre los cachivaches que llenaban el habitáculo trasero de su utilitario. Roque seguía insistiendo.
—¡Que no, leche! Además, necesitarías una orden judicial para entrar en el piso.
—No si me invita a entrar.
—Roque –intervino Vázquez–, a lo mejor te invita a un poco de plomo. No seas terco. Déjanos hacer a nosotros, que somos profesionales…

Aquello indignó a Roque, que en ese momento decidió mantenerse al margen.
—…quiero decir, que estamos más acostumbrados a los tiroteos –Vázquez se estaba metiendo en un atolladero y sintió la mirada displicente del subinspector–. Bueno, déjenme a mí. Ustedes dos tienen familia y yo soy soltero –la heroicidad de Vázquez vino motivada por su metedura de pata.

Roque y Cañeque se miraron sin decir nada. No discurrían nada que oponer, aunque Vázquez les hubiera dado una veintena de razones para que le retuviesen.
—Sea –acabó diciendo el subinspector–. Pero sin temeridades, Vázquez. Sólo te asomas a ver cómo está la situación. ¿En qué piso vive el viejo, Roque?
—En el primero.
—Venga pues; sube hasta el rellano, pero a la primera duda te vuelves.

En aquel momento una Mercedes Sprinter de la Unidad de Intervención Policial (UIP) entró en la calle que daba acceso al callejón llevándose por delante la cinta de balizamiento, seguido de una vieja furgoneta blanca, una Nissan Vanette de serie. Se abrieron las puertas y siete policías vestidos de negro saltaron del vehículo. Se llegaron hasta el subinspector y Vázquez. Al mando de la operación iba a quedar el inspector Rosales, allí presente.
—¿Quién cojones les ha llamado? –quiso saber el subinspector.
—Modere su lenguaje, Cañeque –ordenó Rosales–. No es usted consciente de la situación.
—¿Ah, no? ¿Y cómo es que entonces han sabido dar con el domicilio del sospechoso?

Rosales informó en presencia de Roque del pasado de Francis, este Francis, el del gol de cabeza: tres ingresos en prisión por disturbios, asonadas y revueltas ciudadanas, y destacado dinamitero profesional. Amén de atracar una sucursal con una escopeta de cañones recortados.
—Todo eso ya lo sabíamos, Rosales –dijo lentamente Cañeque–. Lo que usted parece olvidar es que de momento sólo es un sospechoso de setenta años. Nosotros íbamos a hablar con él.

(Continuará…)